Se aprende en la escuela, en aquellas clases de Educación para la Ciudadanía o Constitución: en una democracia, el poder se divide en tres ramas independientes —ejecutivo, legislativo y judicial— que se controlan mutuamente. Este equilibrio garantiza que ninguna acumule demasiada autoridad y protege al ciudadano del abuso.
Una teoría brillante. Una narrativa reconfortante. Una historia que nos gusta contarnos.
La realidad española, sin embargo, es bastante menos edificante.
El mito de la independencia judicial
Empecemos por el poder judicial, supuesto garante último de nuestros derechos y libertades. La Constitución lo proclama independiente. La realidad muestra un panorama distinto.
El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), órgano que nombra a los magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de Audiencias Provinciales, entre otros altos cargos judiciales, está diseñado como una correa de transmisión perfecta para la influencia política sobre la judicatura.
Sus 20 miembros son elegidos por el Congreso y el Senado por mayoría cualificada. En teoría, esto debería fomentar consensos. En la práctica, ha convertido al CGPJ en campo de batalla política donde los principales partidos se reparten cuotas de influencia sobre el poder judicial. El resultado: magistrados frecuentemente alineados con las sensibilidades ideológicas de quienes los propusieron.
Esta dinámica ha alcanzado niveles absurdos. El CGPJ ha llevado años en situación de interinidad porque los partidos no lograban acordar su renovación, convirtiendo un órgano constitucional en rehén de cálculos partidistas. Mientras, sus miembros caducados seguían tomando decisiones que afectarán a la justicia española durante décadas.
La pregunta incómoda: ¿puede considerarse verdaderamente independiente un poder judicial cuyos máximos dirigentes deben su posición a cuotas negociadas entre partidos políticos?
El parlamento como extensión del gobierno
Pasemos al poder legislativo. Nuestra Constitución lo sitúa como epicentro de la soberanía popular. La realidad es menos romántica: el Congreso funciona frecuentemente como una extensión del Ejecutivo, con la disciplina de voto como mecanismo que anula la independencia real de los diputados.
El sistema electoral español, con listas cerradas y bloqueadas, convierte a los diputados en delegados de sus cúpulas partidarias más que en representantes directos de los ciudadanos. Un parlamentario que vote contra las directrices de su partido se arriesga a no repetir en las próximas elecciones. El resultado: votaciones predecibles donde la deliberación auténtica es excepcional.
Esta subordinación alcanza su expresión máxima en la figura del decreto-ley, mecanismo excepcional que permite al Gobierno legislar directamente en casos de «extraordinaria y urgente necesidad». Lo que debería ser un recurso extraordinario se ha convertido en rutina. Entre 2018 y 2022, aproximadamente un tercio de las normas con rango de ley fueron decretos-leyes.
El Parlamento, teórico contrapeso del Ejecutivo, queda reducido con frecuencia a cámara de validación de decisiones tomadas previamente en Moncloa o en sedes partidarias.
El ejecutivo omnipresente
Si los poderes legislativo y judicial muestran debilidades estructurales, el ejecutivo se ha convertido progresivamente en el centro gravitacional del sistema político español.
La Presidencia del Gobierno concentra potestades formales e informales que desbordan con mucho el diseño constitucional original. El presidente nombra y destituye ministros a discreción, controla la agenda legislativa a través de su «mayoría» parlamentaria, influye decisivamente en la composición de órganos constitucionales clave, y domina el espacio mediático.
Esta hipertrofia del ejecutivo se magnifica por la tendencia española a la personalización del poder. El sistema de partidos, fuertemente jerarquizado, produce líderes con control casi absoluto sobre sus organizaciones. El resultado: un presidente con doble legitimidad —institucional como jefe de gobierno y partidaria como líder de su formación— y escasos contrapesos efectivos.
Los contrapesos ausentes o debilitados
¿Dónde están entonces los contrapesos reales al poder en España? La respuesta revela nuevas debilidades:
- Tribunal Constitucional: Teórico árbitro supremo, no escapa a la dinámica de cuotas políticas en la designación de sus miembros. Sus decisiones sobre cuestiones políticamente sensibles frecuentemente reflejan divisiones ideológicas previsibles.
- Medios de comunicación: En un panorama mediático altamente polarizado, con dependencias económicas del poder político (a través de publicidad institucional, licencias o rescates), su capacidad como contrapeso independiente queda comprometida.
- Administraciones territoriales: El Estado autonómico podría funcionar como sistema de contrapesos territoriales, pero la frecuente alineación partidista entre los gobiernos central y autonómicos limita esta función.
- Órganos reguladores y de control: Desde la CNMC hasta el Tribunal de Cuentas, estos organismos deberían funcionar como vigilantes independientes. La realidad: sus cúpulas se reparten siguiendo lógicas partidistas similares a las del CGPJ.
Una separación más formal que sustantiva
El diseño constitucional español contempla formalmente la separación de poderes. Sin embargo, los mecanismos de interconexión entre ellos han generado una realidad donde la independencia efectiva es limitada.
Dos factores estructurales explican esta situación:
- El papel central de los partidos políticos como intermediarios que capturan simultáneamente diferentes esferas de poder. El mismo partido que controla el ejecutivo domina el legislativo y negocia cuotas en el judicial.
- Un diseño institucional que prioriza la gobernabilidad sobre los contrapesos, consecuencia de una transición donde la estabilidad fue valor supremo. El sistema está optimizado para producir decisiones, no para limitarlas o controlarlas.
Más allá de la nostalgia montesquiana
Frente a este panorama, dos reacciones son habituales pero insuficientes:
La primera es la nostalgia teórica, la invocación ritual a Montesquieu como si la mera repetición del mantra «separación de poderes» pudiera materializarla mágicamente. Esta aproximación ignora que ninguna democracia contemporánea funciona realmente según el modelo clásico de tres compartimentos estancos.
La segunda es el cinismo resignado, asumir que «así son las cosas» y que cualquier aspiración a un mejor equilibrio de poderes es ingenuidad impropia de observadores sofisticados.
Ambas posiciones nos desarman ante el desafío real: repensar los contrapesos democráticos para el siglo XXI.
Hacia un nuevo sistema de contrapesos
Un enfoque más productivo implicaría reconocer que necesitamos actualizar nuestra concepción de los contrapesos democráticos. Algunas direcciones prometedoras:
- Reforma del sistema electoral para reducir la dependencia de los parlamentarios respecto a las cúpulas partidarias. Listas desbloqueadas o sistemas mixtos podrían fortalecer la conexión representante-representado.
- Despolitización efectiva del gobierno judicial, con mecanismos de selección que reduzcan la influencia partidista directa, como sistemas parciales de designación por antigüedad, sorteo o evaluación profesional independiente.
- Fortalecimiento de autoridades independientes con garantías reales de autonomía, mandatos no renovables y presupuestos blindados.
- Reconocimiento y regulación del lobby, para que la influencia sobre decisiones públicas sea transparente y equitativa, no privilegio de poderosos.
- Fortalecimiento del papel de control parlamentario, con recursos y prerrogativas ampliadas para la oposición.
Más allá de estas reformas específicas, necesitamos una discusión honesta sobre cuánta concentración de poder estamos dispuestos a tolerar en nombre de la eficacia gubernamental.
La hora de la verdad
La calidad de una democracia no se mide por sus declaraciones formales de separación de poderes, sino por la efectividad real de sus contrapesos.
La española es una democracia que, en este aspecto, muestra deficiencias estructurales. No es una situación exclusiva de nuestro país —tendencias similares afectan a numerosas democracias occidentales— pero tiene manifestaciones particularmente agudas en nuestro sistema.
El reconocimiento de estas limitaciones no implica una condena absoluta del modelo constitucional de 1978, que ha proporcionado el período más largo de estabilidad democrática de nuestra historia. Implica, sin embargo, admitir que el equilibrio entre gobernabilidad y control del poder requiere ajustes significativos.
La pregunta central no es si tenemos separación formal de poderes —la tenemos— sino si contamos con contrapesos efectivos que eviten la concentración excesiva de poder y garanticen que las instituciones sirven al interés general por encima de intereses partidistas o corporativos.
La respuesta, por incómoda que resulte, es que estos contrapesos son insuficientes en la España actual. Reconocerlo es el primer paso para fortalecerlos.