Ciudadanía en la encrucijada: La libertad individual en un mundo fragmentado

Las banderas nacionales ya no son lo que eran. Tampoco los pasaportes. Ni siquiera la idea de «ciudadano» significa hoy lo mismo que para nuestros abuelos. Y mientras políticos y burócratas siguen operando con un mapa mental del siglo XX, la realidad se ha transformado radicalmente bajo sus pies.

La verdad incómoda es esta: el concepto tradicional de ciudadanía nacional —esa relación exclusiva entre el individuo y un único estado-nación— se está volviendo tan obsoleto como un fax en la era de los smartphones.

La jaula dorada de la ciudadanía tradicional

Pensemos en lo absurdo de la situación actual. Tu lugar de nacimiento —un accidente geográfico totalmente aleatorio— determina decisivamente tus derechos, oportunidades y limitaciones. Es la última lotería no meritocrática que aceptamos sin pestañear.

Nacer en Noruega versus Somalia representa una diferencia abismal en esperanza de vida, libertad personal y oportunidades económicas. Esta «lotería de nacimiento» contradice los principios más básicos del liberalismo: que los individuos deben ser juzgados por sus méritos y acciones, no por circunstancias arbitrarias fuera de su control.

El modelo tradicional de ciudadanía está construido sobre una premisa cada vez más cuestionable: que existe una correspondencia natural entre territorios, poblaciones y sistemas políticos. Esta ficción ordenada podía sostenerse en la Europa de mediados del siglo XX. Hoy, simplemente no refleja la realidad.

Los ciudadanos votamos con los pies (y con los clicks)

La realidad es que las personas ya no habitan un único espacio político, sino múltiples esferas superpuestas:

  • La desarrolladora informática india que trabaja remotamente para una empresa estadounidense, paga impuestos en su país, pero está sujeta a políticas de privacidad europeas cuando usa servicios digitales.
  • El ejecutivo nómada digital que reside sucesivamente en Lisboa, Bali y Ciudad de México, optimizando su residencia fiscal mientras mantiene clientela global.
  • La familia transnacional con miembros repartidos entre México, Estados Unidos y España, que transfiere recursos, cuida dependientes a distancia y mantiene lealtades múltiples.

Estas no son excepciones; son la nueva normalidad para millones de personas. El 3,6% de la población mundial son migrantes internacionales. Más de 180 millones de personas viven fuera de su país de nacimiento. Y esto sin contar la migración digital: personas que físicamente permanecen en un territorio pero que profesional, social y económicamente operan en otros.

Este fenómeno refleja un principio profundamente liberal: los individuos buscan entornos que maximicen sus libertades y oportunidades. Votan con los pies cuando pueden. Y cuando no pueden mover físicamente sus pies, usan la tecnología para proyectar su agencia más allá de fronteras.

El estado se resiste, pero pierde terreno

Frente a esta realidad fluida, los estados-nación reaccionan con reflejos del siglo pasado. Construyen muros físicos mientras el mundo se conecta digitalmente. Refuerzan controles fronterizos mientras el valor se crea en espacios virtuales. Intentan encasillar identidades complejas en categorías administrativas obsoletas.

El resultado es una desconexión creciente entre:

  • La realidad vivida por ciudadanos globalmente conectados
  • Las estructuras políticas diseñadas para poblaciones sedentarias y homogéneas

Esta desconexión explica paradojas como el Brexit: votado mayoritariamente por una generación que creció en un mundo de identidades nacionales estables, mientras la generación que hereda sus consecuencias vive ya en realidades transnacionales.

Es también la raíz de la crisis migratoria: intentamos gestionar flujos humanos del siglo XXI con herramientas conceptuales del XIX. Es como intentar regular internet con las leyes del telégrafo.

Nuevas formas de participación más allá del voto

Esta transformación no solo afecta dónde somos ciudadanos, sino cómo ejercemos esa ciudadanía. El modelo «vota cada cuatro años y deja el resto a los profesionales» está siendo desbordado por formas de participación más directas, continuas y efectivas:

  • Plataformas de democracia digital como Decidim (Barcelona) o vTaiwan (Taiwán) permiten participación ciudadana continua en decisiones concretas.
  • Movimientos sociales transnacionales como Extinction Rebellion o #MeToo crean identidades políticas que trascienden fronteras y operan simultáneamente en múltiples jurisdicciones.
  • Comunidades autogestionadas, desde cooperativas urbanas hasta redes descentralizadas de creadores, desarrollan gobernanza participativa que a menudo resulta más efectiva y legítima que las estructuras estatales formales.
  • Jurisdicciones competitivas como Estonia (con su programa e-Residency) o ciudades-startup como Próspera en Honduras que ofrecen nuevos modelos de ciudadanía parcial basados en elección individual más que en accidente de nacimiento.

Estos experimentos comparten un principio liberal fundamental: la asociación voluntaria. Las personas eligen dónde y cómo invertir su energía política basándose en valores e intereses, no en la mera coincidencia territorial.

La tensión libertad-comunidad reconfigurada

Esta evolución plantea una tensión fundamental que todo liberal debería considerar seriamente: ¿cómo reconciliar la libertad individual para definir nuestras afiliaciones con la necesidad humana de comunidad y pertenencia?

El liberalismo clásico puede celebrar la creciente capacidad individual para elegir afiliaciones y jurisdicciones. Pero incluso el liberal más convencido reconoce que una sociedad funcional requiere cierto grado de solidaridad y compromiso compartido.

El desafío no es elegir entre libertad individual absoluta y comunitarismo cerrado. Es diseñar sistemas que permitan maximizar ambos valores simultáneamente. Sistemas donde:

  • Los individuos puedan elegir sus afiliaciones políticas con la misma libertad con que eligen sus afiliaciones religiosas o profesionales.
  • Las comunidades políticas compitan ofreciendo mejores servicios y protecciones, no monopolizando la lealtad por accidente de nacimiento.
  • La solidaridad surja de elecciones voluntarias y valores compartidos, no de imposiciones administrativas arbitrarias.

Este no es un proyecto utópico, sino una descripción de tendencias ya en marcha. La pregunta es si las guiaremos conscientemente o dejaremos que fuerzas no democráticas las moldeen por defecto.

El futuro: ciudadanía líquida, múltiple y elegida

Un modelo liberal actualizado de ciudadanía podría incorporar principios como:

  1. Ciudadanía gradual y múltiple: Superar la dicotomía ciudadano/extranjero con un espectro de afiliaciones que reflejen la realidad de pertenencias complementarias.
  2. Jurisdicciones competitivas: Permitir que territorios, ciudades e incluso organizaciones compitan ofreciendo diferentes paquetes de derechos y responsabilidades.
  3. Portabilidad de derechos: Garantizar que beneficios ganados (pensiones, salud, educación) puedan moverse con las personas a través de fronteras.
  4. Representación por elección más que por geografía: Permitir a las personas elegir quién las representa basándose en valores e intereses, no solo en coincidencia territorial.
  5. Gobernanza policéntrica: Reconocer que diferentes problemas requieren diferentes escalas de decisión, desde lo hiperlocal hasta lo global.

Estos principios no socavan la autodeterminación democrática; la actualizan para un mundo donde las comunidades políticas ya no coinciden neatamente con territorios.

La ciudadanía como elección, no como destino

El contrato social liberal clásico se basaba en una premisa: los individuos consienten ser gobernados. Pero el consentimiento genuino requiere capacidad real de elección.

El sistema de ciudadanía actual asigna derechos y responsabilidades basándose principalmente en el accidente de nacimiento. Un liberalismo consecuente debería cuestionar esta arbitrariedad tanto como cuestionó los privilegios aristocráticos hereditarios.

La tecnología, la movilidad global y la interconexión económica están creando, por primera vez en la historia, condiciones donde la ciudadanía podría evolucionar desde una condición heredada hacia una afiliación elegida.

Esta transición será compleja y no exenta de riesgos. Pero el mayor riesgo es aferrarnos a un modelo de ciudadanía obsoleto mientras la realidad avanza en otra dirección.

¿Y si la verdadera libertad del siglo XXI fuera la capacidad de elegir nuestras comunidades políticas con la misma autonomía con que elegimos nuestras comunidades profesionales o religiosas?

¿Y si, en lugar de aceptar que un accidente geográfico determine decisivamente nuestros derechos, construyéramos un sistema donde la ciudadanía reflejara elecciones individuales y compromisos voluntarios?

No es una utopía. Son preguntas que millones de personas ya están respondiendo con sus pies y sus clicks mientras las instituciones intentan alcanzarlos.

Carlos Bolea
Carlos Bolea
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